domingo, 6 de enero de 2008

TRIBUNALES, ADMINISTRACIÓN Y EJECUCIÓN DE SENTENCIAS


Desde hace años, prácticamente desde mis inicios en el estudio del Derecho administrativo, he visto planteada la cuestión de la ejecución de las sentencias, cuando en ella tiene que intervenir la Administración pública y acudo a la actual afirmación constitucional de que el ejercicio de la potestad jurisdiccional, juzgando y haciendo ejecutar lo juzgado corresponde a los Juzgados y Tribunales, la cual ha venido manifestada de siempre en las leyes de la jurisdicción contencioso administrativa, y que ha sido objeto de múltiples análisis doctrinales, llegándose a mantener que el contenido del acto administrativo que viniere a ejecutar una sentencia, podría incluso estar predeterminado o redactado por ésta.
Sin embargo, en mi condición de funcionario siempre fui consciente de que la tarea de juzgar no lo es siempre sobre un acto administrativo escrito, sino en una buena parte respecto de silencios e inactuaciones administrativas o inmotivaciones absolutas de decisiones o resoluciones que se ven protegidas por extensos expedientes llenos de papeles y trámites la mayor parte de las veces técnicos. Por ello, dados estos casos, se me ha hecho siempre difícil estimar la manera en que los tribunales podían hacer ejecutar la sentencia o incluso determinar el contenido de ésta, cuando los fundamentos jurídicos se ocultan o no existen. Son estos, la mayor parte de las veces, casos que se resuelven judicialmente, desde un punto de vista formal, pero casi nunca materialmente y que finalizan en el regreso a la Administración del expediente con retroacción de actuaciones o para que se dicte nueva resolución, motivada. Previamente la Administración, avisada ya, complica el expediente y remite todo papel que se relaciona con el asunto, de modo que lo voluminoso del mismo complica la vida de abogados contrarios y jueces y se pierdan en el marasmo de papeles. He visto sonrisas significativas por parte de los funcionarios cuando dicha actuación tendenciosa se produce.
Resulta evidente que hacer ejecutar lo juzgado consiste muchas veces de nuevo en una actuación administrativa material, aun cuando el artículo 17.3 de la Constitución lo considere como una manifestación de la potestad jurisdiccional; de modo que la Administración comienza a hacer y considerar necesario hacer lo que nunca hizo en el expediente y lo reconstruye a su conveniencia, empleando todo el tiempo que le viene en gana. Y la consecuencia de ello es una gran tomadura de pelo y una significativa ineficacia del derecho y de la justicia, cuando no un ejercicio de prevaricación indudable de los funcionarios públicos, que nadie parece dispuesto a atajar. Puedes tardar un buen número de años para que la Justicia determine la contrariedad a Derecho de una actuación administrativa, pero puedes ver que nunca se dicta ni la sentencia ni el acto de ejecución que determine el derecho existente o que debió otorgarse en su momento. Y esto resulta una responsabilidad de Estado, y la inejecución jurisdiccional lo es, en particular, del poder judicial, que no ha sabido convertir en potestad jurisdiccional la ejecución de sentencias, por muchas razones que sería muy fuerte enumerar porque pueden dar vergüenza, pero sobre todo por falta del ejercicio de la autoridad que el ordenamiento jurídico les otorga en este campo, en el que los funcionarios deben entenderse bajo sus órdenes y sometidos en caso de incumplimiento a las multas y responsabilidades correspondientes.
Pero lo cierto es que en muchos casos ello significa bajar al ruedo y enfrentarse con el toro, sustituir a la Administración de una forma u otra y entrar en las covachuelas. Surge o aparece en el fondo la clásica postura de que son cosas distintas administrar y juzgar y pretendiendo circunscribirse únicamente a lo segundo, en estos casos, se disminuye la potestad jurisdiccional y se finaliza no juzgando en la realizad y, paradójicamente, se acaban adoptando criterios burocráticos y funcionariales.
Mientras, los interesados y sus defensores quedan impotentes, tratados injustamente por todas partes y su indignación sube enteros. Se desea entonces que los causantes de la situación se vean en situación similar y que sepan lo que vale un peine. En estos casos yo recuerdo la reflexión de Ihering de que nadie puede saber lo que es el Derecho, aunque tenga todo el corpus iuris en la cabeza, si previamente no ha sufrido en sus propias carnes la injusticia. Pero, también, hoy, ante la rabia e impotencia que se siente en estos casos, recuerdo al poeta Blas de Otero y pienso me queda la palabra. Me siento y escribo.

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