martes, 8 de junio de 2010

SOBRE LA REFORMA ADMINISTRATIVA EN MARCHA (I)

La dificultad de abarcar toda la actividad de las Administraciones contemporáneas, la dominación que ejercen sobre la sociedad, la existencia de una cultura política que se orienta preferentemente a los principios de gestión del sector privado frente a los principios públicos, la constatación de privilegios frente a la sociedad, el descrédito de la clase política y de los poderosos a ella asociados han hecho que la Administración Pública se haya cosificado, proyectando una imagen estereotipada para los ciudadanos y también para una parte de sus estudiosos. En esta cosificación se olvida, más o menos deliberadamente, el papel esencial que la Administración Pública tiene encomendado para mantener la cohesión social y para garantizar los derechos y deberes de los ciudadanos; para mantener y fortalecer la democracia.

Algunos de los enfoques que tratan o han tratado a la Administración Pública lo han hecho sobre un objeto que es real sólo parcialmente. Se han estudiado sus desviaciones sobre un modelo ideal weberiano o de la perfecta empresa privada que tampoco existe y de ahí se ha pasado en algunas ocasiones a condenar a la Administración por su separación de lo formalmente correcto. Los aspectos informales en las organizaciones públicas pasan, así, a considerarse muchas veces desviaciones de la decisión formal. Hay que hacer notar que esto no suele ocurrir con las organizaciones privadas en las que el estudio de los aspectos culturales se convierte en un elemento estratégico para lograr la eficiencia productiva.

Tenemos un objeto deformado por nuestra memoria histórica, por su enorme volumen y diversidad y por efecto de las consideraciones realizadas al principio. Lo cierto es que cuando se contrasta la eficacia individualizada de los servicios públicos con los servicios privados de similar naturaleza –educativos, sanitarios, de servicios sociales- la Administración Pública no suele salir mal parada, teniendo algunos servicios mayor prestigio que en los homólogos del sector privado –atención hospitalaria, enseñanza universitaria. Sin embargo, no se ha conseguido trasladar la mejora de los resultados, cuando se producen, a una apreciación satisfactoria de la institución Administración Pública ni de sus integrantes y dirigentes. Por tanto, no parece que la clave para lograr una mejor legitimidad institucional sea encaminar todos los esfuerzos políticos y de reforma administrativa principalmente a mejorar los resultados. De lo que se trata es de descubrir las claves de valoración ciudadana y sus referentes de consecución en relación con la Administración Pública para poder alinear las actuaciones públicas con los referentes de verificación ciudadanos.

Desde la perspectiva anterior es lógico que la burocracia participe de la “mala imagen” de la Administración Pública, llegándose a confundir una con la otra. Esto tiene su fundamento en que, a diferencia del sector privado, se produce una confusión efectiva entre la institución y sus integrantes al no existir el equivalente a la propiedad del sector privado que diferencia entre la empresa y sus miembros. De ahí que los estudios sobre la desviación formal de la decisión política se centren especialmente en la burocracia y que esta sea centro de atención en relación con las medidas a adoptar para mejorar los resultados de la Administración Pública. Debido a esto, a la burocracia también se le achaca una gran responsabilidad en la mala imagen de la Administración Pública y por ello se manifiesta muchas veces con evidente frustración que no es posible reformar la Administración Pública debido al boicot más o menos encubierto de los burócratas.

Esta línea de pensamiento parte de la necesidad del sometimiento de la burocracia al poder político. Sin embargo, este enfoque apenas profundiza en la necesidad de plantear un cambio cultural en primer lugar en los dirigentes políticos de la Administración Pública. Sin embargo, la realidad muestra que la relación dominante en las Administraciones públicas es un modelo de relación simbiótica entre políticos y burócratas en las que ambos ganan si no alteran el statu quo institucional y cultural. Desde esta perspectiva, se puede aventurar que ninguno de los dos colectivos está realmente interesado en cambiar la cultura administrativa actual.

La impotencia que muchas veces siente el responsable político ante la Administración Pública se puede manifestar en la incorporación de enfoques importados de otros países u otras Administraciones nacionales. Sobre esta cuestión hay que hacer, al menos, dos consideraciones. La primera hace referencia al contexto cultural político y administrativo en el que se ha producido el enfoque o las medidas que se pretenden importar. Baste señalar que no se suele tener el mismo cuidado con los aspectos culturales vinculados a la Administración Pública que cuando, por ejemplo, se consideran reformas en otros elementos de las instituciones políticas como la legislación electoral. En este caso se tiene en cuenta, como es lógico, la tradición y la cultura política. Sería deseable que estas precauciones se tomasen también cuando se trata de la modernización o la reforma administrativa. No es ajeno a esto el hecho de que no existan muchos estudios no jurídicos sobre nuestra historia administrativa. Probablemente conocemos mejor en las últimas décadas los aspectos culturales de algunos países, especialmente los anglosajones, que los elementos clave de la cultura administrativa española.

El segundo aspecto que ahora se quiere destacar de la incorporación de elementos culturales administrativos foráneos es que en muchas ocasiones nos encontramos con el anuncio de un cambio meramente nominal. Cuando esto sucede, normalmente se actúa por inercia de una necesidad percibida de forma generalizada de modernización administrativa y que puede estar sugerida por organismos internacionales. Nos encontramos no ante un deseo de cambio, sino ante una moda urgente o pasajera, aunque no podemos dejarnos engañar por el hecho de que se prolongue en el tiempo y que a las propuestas de reforma iniciales se vayan añadiendo nuevos complementos o incluso rediseños más o menos profundos. Los efectos de todo ello no suelen ser más que el de arañar la superficie de la Administración Pública y el de producir una decepción más en el personal a su servicio, así como un cierto hastío en los ciudadanos que pueden percibir esos movimientos periódicos como costosas campañas de publicidad de los dirigentes políticos de turno. A estos fenómenos no son ajenas las empresas u organizaciones de consultoría pública.

Como conclusión, hay que señalar que la Administración Pública tiene una posición central en la vida política y ciudadana y posee rasgos culturales significativos y diferenciadores. Es esta posición la que determina que las cuestiones relativas a la gestión pública tengan implicaciones políticas. Aclaramos que no se apunta a las cuestiones de carácter aplicativo o tecnológico, sino a las referidas al modo en que se cumplen los fines que tiene encomendada. Esto hace que sea necesario reflexionar, aunque sea brevemente, sobre la necesidad de que en la Administración Pública se dé una adecuada combinación entre las funciones administrativas -los tipos de actividad- y los medios o factores administrativos con los que logra sus objetivos. Finalmente, los esfuerzos en la mejora del rendimiento de la Administración y de sus integrantes serán ineficaces si no se produce un cambio cultural transcendente en los dirigentes políticos que les lleve a ejercer un liderazgo ético y democrático en la Administración y en la sociedad.

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