domingo, 28 de octubre de 2012

ROUSSEAU Y LAS DIVERSAS FORMAS DE GOBIERNO

Mucho se ha escrito en este blog sobre la eficacia, el tamaño idóneo de las organizaciones, la voluntad general, la legalidad, descentralización, soberanía, independencia, autonomía, buen gobierno, corrupción, etc., pero he encontrado entre mis libros un viejo y pequeño ejemplar del Contrato social de Rousseau, traducido por Fernando de los Ríos y editado por Espasa Calpe en 1929, que he ojeado y del que voy a reflejar el capítulo II (Del principio que constituye las diversas formas de gobierno) de su Libro Tercero, pues, aun cuando requiere atención en su lectura y no resultará corto, plantea una serie de consideraciones a las que cada lector puede sacar utilidad y relación con los problemas políticos y administrativos que existen aún en la actualidad. El capítulo sigue a un primero dedicado al gobierno en general, en el que se refiere a las diferencias entre el cuerpo del gobierno y el cuerpo del Estado y dice lo siguiente:

Para exponer la causa general de estas diferencias es preciso distinguir aquí el principio y el gobierno, como he distinguido antes el Estado y el soberano.

El cuerpo del magistrado pude hallarse compuesto de un mayor o menor número de miembros. Hemos dicho que la relación del soberano con los súbditos era tanto mayor cuanto más numeroso era el pueblo, y, por una evidente analogía, podemos decir otro tanto del gobierno en lo referente a los magistrados.

Ahora bien; la fuerza total del gobierno, siendo siempre la del Estado, no varía; de donde se sigue que mientras más se usa de esta fuerza sobre sus propios miembros le queda menos para obrar sobre todo el pueblo.

Por tanto, mientras más numerosos son los magistrados, más débil es el gobierno. Como esta máxima es fundamental, dediquémonos a aclararla mejor.

Podemos distinguir en la persona del magistrado tres voluntades esencialmente diferentes: primero, la voluntad propia del individuo, que no tiende sino a su ventaja particular; segundo, la voluntad común de los magistrados, que se refiere únicamente a la ventaja del príncipe, y que se puede llamar voluntad del cuerpo, que es general con relación al gobierno y particular con relación al Estado, del cual forma parte el gobierno; en tercer lugar, la voluntad del pueblo o la voluntad soberana, que es general, tanto en relación con el Estado considerado como un todo, cuanto en relación con el gobierno, considerado como parte del todo.

En una legislación perfecta, la voluntad particular o individual debe ser nula; la voluntad del cuerpo, propia del gobierno, muy subordinada, y, por consiguiente, la voluntad general o soberana ha de ser siempre la dominante y la regla única de todas las demás.

Por el contrario, según el orden natural, estas diferentes voluntades devienen más activas a medida que se concentran. Así la voluntad general es siempre la más débil; la voluntad del cuerpo ocupa el segundo grado, y la voluntad particular el primero de todos; de suerte que, en el gobierno, cada miembro es primeramente él mismo; luego magistrado, y, después, ciudadano; gradación directamente opuesta a aquella que exige el orden social.

Una vez esto sentado, si todo el gobierno está en manos de un solo hombre, aparecen la voluntad particular y la del cuerpo perfectamente unidas, y, por consiguiente, en el más alto grado de intensidad que pueden alcanzar. Ahora bién; como el uso de la fuerza depende del grado de la voluntad, y como la fuerza absoluta del gobierno no varía nunca, se sigue que el más activo de los gobiernos es el de uno sólo.

Por el contrario, unamos el gobierno a la autoridad legislativa; hagamos príncipe al soberano, y de todos los ciudadanos, otros tantos magistrados; entonces la voluntad de cuerpo, confundida con la voluntad general, no tendrá más actividad que ella y dejará la voluntad particular en todo su vigor. Así, el gobierno, siempre con la misma fuerza absoluta, se hallará con un mínimum de fuerza relativa o actividad.

Esto es incontestable, y aun existen otras consideraciones que sirven para confirmarlas. Se ve, por ejemplo, que cada magistrado es más activo en su cuerpo que lo es cada ciudadano en el suyo y que, por consiguiente, la voluntad particular tiene mucha más influencia en los actos de gobierno que en los del soberano, pues cada magistrado está siempre encargado de una función de gobierno, en tanto cada ciudadano aislado no tiene ninguna función de soberanía. Además, mientras más se extiende el Estado, aumenta más su fuerza real, aunque no en razón de su extensión. Más al seguir siendo el Estado el mismo, es inútil que los magistrados se multipliquen, pues el gobierno no adquiere una mayor fuerza real porque esta fuerza sea la del Estado, cuya medida es siempre igual. Así la fuerza relativa o la actividad del Estado disminuye, sin que su fuerza absoluta o real pueda aumentar.

Es seguro, además, que la resolución de los asuntos adviene más lenta a medida que se encarga de ellos mayor número de personas; concediendo demasiado a la prudencia, no se concede bastante a la fortuna, y se deja escapar la ocasión, ya que, a fuerza de deliberar, se pierde con frecuencia el fruto de la deliberación.

Acabo de demostrar que el gobierno se relaja a medida que los magistrados se multiplican, y he demostrado también, más arriba, que mientras más numeroso es el pueblo, más debe aumentar la fuerza coactiva. De donde se sigue que la relación de los magistrados con el gobierno debe ser inversa a la relación de los súbditos con el soberano; es decir, que mientras más aumenta el Estado, más debe reducirse el gobierno; de tal modo, que el número de los jefes disminuya en razón del aumento de población.

Por lo demás, no hablo aquí sino de la fuerza relativa del gobierno y no de su rectitud; porque, por el contrario, mientras más numerosos son los magistrados, más se aproxima la voluntad de cuerpo a la voluntad general; en tanto que bajo un magistrado único esta voluntad de cuerpo no es, como he dicho, sino una voluntad particular. Así se pierde de un lado lo que se puede ganar de otro, y el arte del legislador consiste en saber fijar el punto en que la fuerza y la voluntad del gobierno, siempre en proporción recíproca, se combinan en la relación más ventajosa para el Estado.

Bien, difíciles de seguir estas consideraciones, pues hay que superar conceptos como cuerpo, magistratura, Estado, etc., hoy utilizados de modo diferente y, además, situarse en cada perspectiva de las que el autor utiliza. Por ello el final, como resumen, nos resulta más claro; pero lo que me hace reflejar estas palabras es el que se vea cómo pueden ser utilizadas para defender posturas contrarias o encontradas si se emplean fuera del contexto de la totalidad de la obra y si no se tiene en consideración la conexión entre voluntad general y legislación y del número de magistrados con las distintas figuras de gobierno: democracia, aristocracia o monarquía, y su mayor o menor conveniencia, cuestión que está en el fondo de todo lo dicho y que se concreta en los capítulos siguientes de la obra. No descarto, pues, que tras más lecturas de aquélla, por mi parte, no volvamos a reflejar más su contenido.







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